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mercoledì 30 settembre 2009

La Envidia que murmura!

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Envidia que murmura



Las malas lenguas (III)

Dice Salomón que “la envidia es carcoma de los huesos” (Proverbios 14:30). La carcoma es un insecto coleóptero, muy pequeño y de color oscuro, cuya larva se introduce en los muebles y en los árboles, royendo y taladrando la madera más dura al tiempo que produce un ruido muy especial.

Cuando Salomón afirma que la envidia es carcoma de los huesos, de los huesos humanos, nos está diciendo que la envidia penetra hasta la materialidad de nuestra estructura esquelética, contaminando el interior de nuestro cuerpo y extendiéndose por las partes de nuestra personalidad moral y espiritual.

De tal forma asentada y diluida en nuestro ser trinitario, la envidia va royendo y taladrando la mente, el cuerpo, el corazón, el alma, el espíritu, la vida entera, convirtiéndonos en seres atormentados y acomplejados.

Porque la envidia es uno de los poquísimos pecados que no produce placer a quien lo comete.

La ambición busca el poder; el lujurioso corre tras el placer; al materialista le atraen las riquezas; el ser anónimo lucha por la fama; pero después de todo, hay cierto orgullo en el poder, el placer satisface el instinto humano, el dinero da sensación de poder y de seguridad, la fama infla al vanidoso. Pero el envidioso no disfruta de nada. Al contrario, se mortifica a sí mismo. Tal vez por esta causa decía el Barón de Montesquieu que cuando él tenía noticia de que alguien le envidiaba, en lugar de corregirlo hacia cuanto podía por aumentar su envidia. De esta manera lo hacía sufrir más.

La persona murmuradora no lo confesará, pero en el fondo de su murmuración está la envidia. En el caso de José, el de la Biblia, fue la envidia lo que motivó la traición que sus hermanos le hicieron. Así lo dice Hechos 7:9: “Los patriarcas, movidos por envidia, vendieron a José para Egipto”. Esto de ser patriarca de un pueblo, es decir, persona de liderazgo, de poder, de mando, de dignidad, y ser envidioso hasta el extremo de vender a su propio hermano, es algo que me cuesta mucho comprender. ¿O será que a mayor dignidad mayor espíritu de envidia? Pero ¿por qué? Generalmente al envidioso atormenta más lo que posee el otro que lo que a él le falta. Pero si el dignatario lo tiene todo, ¿por qué envidiar? Sigo sin entenderlo.

La envidia como causa disimulada pero real de la murmuración se observa ¡dolorosa prueba! en la vida de Moisés. Dice David que los judíos “tuvieron envidia de Moisés en el campamento” (Salmo 106:16). Y si tuvieron envidia a “aquél varón Moisés (que) era muy manso, más que todos los hombres que había en la tierra” (Números 12:3). ¡Pobres de nosotros, miserables pecadores!

En este capítulo 12 de Números donde aparecen malignamente unidos la murmuración y la envidia. La murmuración de María y Aarón contra su hermano Moisés estaba basada en un hecho real, pero el motivo no confesado que inspiraba tal murmuración era la envidia.

Dice el texto que “María y Aarón hablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que había tomado; porque él había tomado mujer cusita” (Números 12:1).

La mujer motivo de la murmuración era Séfora, única esposa conocida del gran jefe hebreo. La Biblia asegura que Séfora era madianita, pero madianitas y cusitas o etíopes aparecen juntos en la etnografía bíblica.

¿Qué fue lo que originó la murmuración de María y Aarón contra su hermano Moisés? ¿Prejuicios raciales? ¿Pleitos familiares? ¿Algo que les disgustó en la actitud de Séfora para con ellos? La Biblia no lo dice. Lo único que sabemos es que a causa de ella comenzaron a murmurar contra su hermano.

Pero -¡ojo!- Séfora no fue más que el pretexto. La causa real de la murmuración era la envidia que llevaban dentro a causa de la privilegiada situación que gozaba Moisés ante Dios. Poco importaba a María y a Aarón que Séfora fuese extranjera. En ella encontraron pretexto para la queja, la murmuración y la crítica. La razón oculta de esta actitud maligna era la envidia. Pues el texto bíblico sigue así: “Y dijeron: ¿solamente por Moisés ha hablado el Señor? ¿No ha hablado también por nosotros?” (Números 12:2).

¡Estos místicos metidos a justicieros son temibles! Me imagino a María y a Aarón en una de nuestras Iglesias, visitando los miembros en sus hogares, hablando con ellos a la salida del culto, murmurando a escondidas de los perjudicados, dignos ellos, ofendidos ellos, serios ellos, en su papel de justicieros. ¡Casarse con una extranjera! ¡Que horror! Y como era verdad, como estaba casado con una extranjera, Moisés se encontraba indefenso. Entre tanto, los justicieros farisáicos daban rienda suelta a la envidia que los carcomía –de carcoma, carcoma.

“¡La envidia! Esta es la terrible plaga de nuestras sociedades; esta es la íntima gangrena del alma española”, decía Unamuno. Pero Unamuno no era justo. La envidia es gangrena de todos los pueblos, no solamente del español. Da Vinci decía que “antes habrá cuerpos sin sombras que virtud sin envidia”. Y Da Vinci no era español. Tampoco lo era Salomón. Y dijo: “¿Quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4).

Nadie, digo yo; nadie se puede sostener delante de la envidia ni delante de la murmuración, que es su hija maldita.


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